En el teatro al aire libre Los Cristales resuenan con los ritmos ancestrales y las armonías modernas. Muchos aún tienen en su mente ese balafón que viajó con Tom Diakité y su Quinteto más de 8.000 kilómetros o 20 horas aproximadas de vuelo para compartir los sonidos armoniosos.
Ellos lograron una vez más demostrar que la música toca el alma, hace vibrar y conecta sin necesidad de hablar un mismo idioma. Tom Diakité fue el encargado de cerrar el festival de jazz de Cali, y su presentación se convirtió en un maravilloso regaló para los asistentes que pudieron ver en escena al maestro griot de Malí y su quinteto. Su presentación no fue solo un concierto; fue un ritual, un canto a la unidad que aún resuena en cada rincón de Los Cristales.
La tradición mandinga
Tom Diakité o Toumani Diakité, es un puente vivo entre el pasado ancestral de la tradición mandinga y el ritmo del mundo de hoy. Su regreso a Cali, después de haber dejado una huella profunda en su primera visita, nos recordó por qué es un embajador de la cultura africana.
Nacido en una familia de la realeza en la región de Kita, creció escuchando las historias y cantos de los griots, esos guardianes de la memoria oral que visitaban su hogar. Su destino estaba escrito entre melodías ancestrales y el ritmo de los tambores.
Desde los ocho años, ya dominaba instrumentos como el djembé, la sanza y el balafón. Su música ha viajado por todo el mundo a través de cinco álbumes internacionales, giras y encuentros de música experimental como Ajazzgo.
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Esa conexión con el público, dejó ver nuevamente que la música es el idioma universal y que esta propuesta artística narra situaciones en común con Cali, Con sus sonidos, atuendos, instrumentos, compartió la historia de su pueblo.
Una Noche de Magia y Conexión
La noche en Los Cristales fue simplemente mágica. Los asistentes, como lo describió con acierto el artista y creador del Ajazzgo Diego Pombo, fueron miles de almas «abrazadas, bailando y cantando juntas«. Fue un despliegue de energía pura, difícil de poner en palabras. Cada nota, cada acorde, era una invitación a sentir, a moverse, a conectar con esa historia y alma colectiva que todos compartimos.
El quinteto que acompañó a Tom era un universo en sí mismo. Su voz profunda se unía a la kora, al piano, a la batería, tejiendo melodías que parecían venir de otro tiempo.
Fabrice Thompson, el percusionista guyanés, fue un espectáculo. Con él la percusión tomó el control, como si los espíritus de los ancestros estuvieran presentes en cada golpe.
Hemma Mousa, con su balafón, nos regaló la riqueza rítmica de la tradición mandinga. Su interpretación no solo honró a este instrumento, reconocido por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, sino que también lo llevaba a nuevos horizontes sonoros.
Kadiatou Diarra en los coros, fue una voz etérea que se entrelazaba con la de Diakité. Un eco del África femenina: fuerte, suave, cálida. Su baile, majestuoso y contagioso.
Y para cerrar el círculo, Leandro Aconcha, el prodigioso tecladista colombo-suizo. Con una sensibilidad que viene del mundo clásico pero vive en el jazz a otro nivel, acompañando los cantos de Malí como si hubiera nacido Bandiagara o su hogar fuera en Djenné en donde historia, la arquitectura y los paisajes que parecen salidos de otro mundo, toman esos sonidos cargados de ancestralidad.
